Sé que puede resultar ocioso preguntarse ciertas cosas, pero esa irresistible tentación del niño por retirar la costra una y otra vez nos empuja a ello. Pienso, como justificación, que es necesario este rumiar las mismas interrogantes; mas sólo se trata de adicción que esclaviza a la voluntad.
¿Por qué siendo finitos (y sabiendo que lo somos), pretendemos ser infinitos en la finitud del prójimo?