jueves, 26 de julio de 2012

T

Resulta que el asunto de la cucaracha enorme que brincara a mi pierna, tiene cola. La agresión del bicho aquél provocó (de mi parte) una reacción inmediata y extrema: el insecticidio. Por supuesto, acepté mi carga de culpabilidad y traté de reintegrarme a este mundo que, aunque de menesterosos, es un mundo en toda regla.
Dado el tamaño tan grande de la cucaracha en cuestión, se podría pensar que era la madre de las cucarachas. Pues resulta que una madrugada, cuando la escritura a la luz de una vela me da dolor en los dedos y co0mienza a abundar la arena en los ojos, escuché golpes violentos en la puerta desvencijada. Me levanté a regañadientes. Abrí y lo que ví me hizo caer de espaldas sobre el piso de madera carcomida. Con la farola titilante de la acera de enfrente, se recortaba bajo el umbral la silueta erguida de ya no la madre, sino la abuela de las cucarachas. Un metro con treinta tendría el insecto. Atrás de él, había otros seis u ocho de menor tamaño, pero no menos impresionantes. Sin que él dijera palabra alguna, yo sabía a qué había venido. (Ahora que lo pienso, es muy posible que estuviera imposibilitado para articular palabra; en fin).
Todo no duró sino cosa de veinte segundos. El producto de la masa por la aceleración, es exponencial en los insectos. Recibí la tunda de mi vida. Aprendí mi lección: nunca más tocaré una cucaramácara. Si las veo, las salto. He contratado poliza de seguridad con la fraternidad de arañas.Me duelen las costillas, por fortuna se requiere menos alcohol para el cuerpo que para el alma. Triste Gregorio Samsa, te reconocí por el tufo que hay en tu costado, esto no se va a quedar así. ¡VENDETTA, VENDETTA!