lunes, 16 de julio de 2012

J

Siento posible romper el cerco que la urbe me impone. La lluvia pertinaz acabó por disolver las miasmas-grilletes, y con paso andrajoso me desprendo de la casona semiderruida y embrujada (eso dicen las leyendas) en cuyo pórtico pernocta (pues no duerme) este mendigo. No sé que rumbo tomo. Abordo un camión sin pronóstico. A medida que las casas van desapareciendo, y vienen más signos de la naturaleza forestal, comprendo que la memoria es, además de persistente, autónoma cuando llega el caso. Éste transporte me conduce al pueblo donde pasé mi infancia.
He descendido. Mis pies saben caminar libres por cualesquier punto: saben sus caminos. Primero, voy hacia esa colina de la encina gigantesca; desde su sombra antigua se divisan las laderas fundidas de tres colinas, así como el pequeño valle donde, acariciando la linde del bosque, hay una casa de madera. A la distancia no puede verse si está habitada todavía. Muchas veces visité este rincón. Pararme bajo la encina y mirar hacia aquella casa, era un placer y un ritual. Yo que nací con libros bajo el brazo, y me contaminé de letras desde la más tierna infancia, siempre acudí a este sitio para beberme el frío profundo de esta sombra. Desde aquí, mis ojos viajaban por el valle y se posaban en esa construcción de madera, cuya huerta rebosa de ciruelas rojas en verano. Muchas veces efectué esa acción, y siempre tuve la certeza de ser un personaje integrado a un paisaje pintado con palabras en alguno de mis libros. Sensación análoga era la de subirme al tapanco de nuestra cabaña y jugar a ser Emilio di Roccabruna, señor de Ventimiglia ( o séase, el Corsario Negro).

CONTINUARÁ...