He descendido. Mis pies saben caminar libres por cualesquier punto: saben sus caminos. Primero, voy hacia esa colina de la encina gigantesca; desde su sombra antigua se divisan las laderas fundidas de tres colinas, así como el pequeño valle donde, acariciando la linde del bosque, hay una casa de madera. A la distancia no puede verse si está habitada todavía. Muchas veces visité este rincón. Pararme bajo la encina y mirar hacia aquella casa, era un placer y un ritual. Yo que nací con libros bajo el brazo, y me contaminé de letras desde la más tierna infancia, siempre acudí a este sitio para beberme el frío profundo de esta sombra. Desde aquí, mis ojos viajaban por el valle y se posaban en esa construcción de madera, cuya huerta rebosa de ciruelas rojas en verano. Muchas veces efectué esa acción, y siempre tuve la certeza de ser un personaje integrado a un paisaje pintado con palabras en alguno de mis libros. Sensación análoga era la de subirme al tapanco de nuestra cabaña y jugar a ser Emilio di Roccabruna, señor de Ventimiglia ( o séase, el Corsario Negro).
CONTINUARÁ...